Sonaba el teléfono fijo. Hablaba con mi chica desde el supletorio que estaba en la habitación de mis padres. Llegaban postales coloridas y cartas que no eran del banco. Grabábamos cintas de cassette y nos las pasábamos entre los amigos como si fuera droga. Las tardes de verano se hacían eternas y nos aburríamos como ostras. Cuando nos perdíamos buscábamos una ruta en los mapas y no siempre nos encontrábamos. Había cosas que, como mensajes olvidados en contestadores automáticos, se han perdido para siempre.
Pero ha pasado el tiempo y, como en el poema de Gil de Biedma, la verdad desagradable asoma. Hemos dejado de tener cosas, objetos, artefactos: ya no hay despertadores porque nos levanta el móvil; no tenemos calculadora, ni agenda, ni álbumes de fotos…; hemos dejado de comprar periódicos por las mañanas y revistas los jueves; ni siquiera vamos al banco y ni recordamos las cartillas; creo que no haría falta ni mirar al cielo para saber que hoy luce un sol delicioso de invierno y mango con unas nubes caprichosas en el techo de Málaga. ¿Os habéis dado cuenta de que lo tenemos todo en el teléfono? ¿Qué hay aplicaciones que han sustituido toda una manera de vivir?
Pamela Paul, periodista del ‘New York Times’ ha publicado un libro, “Las cien cosas que he dejado de hacer”, aún sin traducción al español, en el que repasa cómo era todo antes de internet y qué podemos rescatar o recuperar. Cuenta Pamela que un día estaba en un barco, y entonces se incendió la catedral de Notre Dame. “Escribí a mis amigos que viven en París: ‘Dios mío es horrible’. Entonces recibí un e-mail de un productor de Hollywood que estaba enfadado conmigo. Y pensé: pero si estoy en un barco, ¿por qué estoy pendiente del productor y de un incendio en París?”
La tecnología lo ha cambiado todo y nos ha cambiado a todos. Ya no hay enciclopedias Monitor en los salones, ni un bloc de notas junto al teléfono fijo, ni siquiera hay teléfonos fijos, ni tarjetas de visita con letra cursiva, ni vídeo-clubes, ni cintas VHS o DVD, ya no hay cassettes con canciones grabadas para alguien muy especial, ni libretas de direcciones, ni callejeros, ni mapas, ni postales, ni diccionarios… Ya no hay ni cobro revertido con lo que molaba. Sé que estarán pensando que me ha dado un ataque de nostalgia y, es verdad, puede ser. Solo espero que sea una nostalgia sensata y eficiente, productiva, entretenida, que les interese, con la que reflexionemos sobre este presente continuo.
El móvil nos ha robado objetos, mecanismos bellos como los despertadores o las agendas, pero también nos ha arrancado sensaciones: por ejemplo, la enriquecedora sensación de la duda en medio de una discusión con un amigo, las indicaciones de alguien que sepa cómo ir a un sitio, el estar atento a las cosas que pasan frente a ti, el poder notar el placer del aburrimiento una tarde de verano o experimentar el frío filo de la paciencia que te hace más fuerte. Si lo piensan bien, hemos perdido hasta la paciencia. Todo tiene que ser ahora, inmediatamente, express, premium y ya. Pamela Paul hace una lista de las cosas que todos nos perdemos por culpa del teléfono e invita con ella a un análisis de este tiempo tan líquido.
Nos pasamos el día mirando la luz azul del móvil, recibiendo impactos neurológicos constantes: información, datos, notificaciones…, y eso, alguna vez, tendrá consecuencias que habrá que pagar. Algunos hablan ya del ayuno de dopamina, o sea de apagar el móvil, como una forma de retomar el control de nuestras vidas, sin caer en los estímulos adictivos ni en el exceso de sobreinformación. Aún así sospecho que, cuando lo volvamos a encender, todos los mensajes y las notificaciones seguirán ahí como en el cuento de Monterroso. Vivimos hiperconectados y, aunque no soy un negacionista de la tecnología, ni mucho menos -es muy posible que me estén leyendo en internet, estoy en redes, hago lo mismo que los demás, ni me flipa la nostalgia-, si creo que debemos darle una vuelta a este tema y poder plantearnos la posibilidad de recuperar ciertos placeres, ciertas sensaciones.
Por ejemplo, el placer de recoger una carta del buzón y alegrarte porque es de un amigo que vive en Estados Unidos y hace mucho que no le ves y saber de él a través de su letra manuscrita, o el gustito de leer un periódico por la mañana frente a un buen café caliente y degustar una columna pop de un presentador de la tele en un periódico de provincias que te entretiene e informa, o la sensación de perderte en una ciudad nueva y desconocida y entender que no pasa nada, o aquello de llegar tarde a coger el teléfono fijo y no saber jamás quién era el que llamaba. Por cierto, nunca lo sabremos, nunca sabremos quién llamó y, vuelvo a insistir, NO PASA NADA. Volver a colarnos notas de papel en el cole, esperar en el portal a que baje Yiyo, leer un mapa desplegado de un país desconocido sobre una carretera larguísima… Saber que estás solo, por fin, sin nada ni nadie, sin móvil, desconectado, completamente solo. Recuperar placeres, sensaciones perdidas. Eso.