Por alguna extraña razón, una determinada prensa andaluza ha tendido en las últimas décadas a romantizar la Semana Santa, a convertirla en la realidad estática e inmutable para hacer sempiterno aquello que el torero Rafael Gómez Ortega ‘el Gallo’ definió como lo clásico: lo que ya no se puede hacer mejor. Contra lo que definió Antonio Núñez de Herrera, la Semana Santa no tiene historia ni antecedentes penales, es decir, se reinventa a sí misma en cada primavera. Siempre igual, pero siempre distinta. Frente al estatismo de los reaccionarios, la innovación de la calle que se inventa una fiesta distinta cada año.
Como si fuese una película de Hollywood, todo debe aparecer medido, exacto, perfecto, con el cromatismo adecuado, con las medidas ajustadas a la propia medida de ese onanismo tan característico de quienes siempre creyeron que la Semana Santa era suya. Pobres infelices. Hubo un tiempo en que molestaron los gritos y los vivas a las Vírgenes, esa forma tan característica y populachera de decirle ¡guapa! a la Madre de Dios. Les molestaban los gritos porque decían que eran chabacanos. Claro: las clases populares siempre son chabacanas, pero si un cantaor se subía a un balcón vestido de penitente para entonar una saeta todo estaba dentro de lo normal. Bourdieu nunca estuvo equivocado: el marco de la clase dominada siempre será el marco de la clase dominante.
Ahora, a esa misma prensa que le hace los ecos a los Obispos del Sur -porque ya es jodido usar la orientación como elipsis de Andalucía- que creyeron en los ochenta que era necesario pulir los excesos de la Semana Santa, dice que está mal que los jóvenes les griten a sus devociones, que organicen petaladas, que participen de este divino show que es la Semana Santa. Porque, extrañamente, a algunos les gusta la fiesta de ripios y muertos, de silencios y pitos, de caras largas y ademán descompuesto de penitencia castellana.
Alguien debería decirles a esos acomplejados que la Semana Santa tiene un punto queer que no se lo quita nadie. Ni siquiera esos que pretenden enlatarla entre velos de sepultura y misticismo impostado. Como bien ha relatado Jesús Pascual en su película ¡Dolores, guapa!, la Semana Santa es de las mujeres, de los maricas, de las reinas de la fiesta, de los cargadores que saben divertirse, de los nazarenos que empinan el codo, de los que llevan puesto el pinganillo debajo del antifaz escuchando el fútbol el Domingo de Ramos, de las maris que se reúnen detrás del trono y de quienes le tiran flores al Cautivo. Este espectáculo amorfo y simpar, singular hasta el extremo, complejo, divertido, emocionante y tan propiamente nuestro es lo que, al final, Salvador Rodríguez Becerra llamó como la religión común de los andaluces. Así que, a quien no le guste el show, que se vaya a un monasterio cisterciense a flagelarse o que compre entradas para el ballet Bolshoi. Porque aquí solo encontrarán eso que el comparsista Juan Carlos Aragón llamó el arte mayor y la chusma selecta. O todo lo contrario.
DANIEL MARÍN