Tengo nostalgia de lo que no es. Nostalgia de mi pueblo y otros pueblos y ciudades de España que fueron, podrían haber sido y han desaparecido por la codicia y la incultura. Nostalgia de la belleza sobre una arquitectura poderosa y local, bella y humana, ya extinta que nos definía. Por ejemplo, imagino mi Rincón de la Victoria como una espina dorsal varada frente al Mar Mediterráneo: una pequeña hilera de casas mata, blancas, humildes y un barrio de pescadores que linda con El Cantal, y una iglesia, un centro histórico de casas níveas con sus macetas de flores de colores a la orilla de la playa o, como me dijo una vez un taxista de Vélez: “un camino de cabras a la vera del mar”, a lo que añadió “sin ofender, jefe”. Tengo nostalgia de un lugar que ya no existe, que veo en fotos, que pudo ser y que se perdió en medio de una estúpida batalla entre el caos urbano y paisajístico, el pelotazo fácil y especulativo, la arquitectura ordinaria, la inacción, la ignorancia…
Andrés Rubio ha escrito “España fea”, en Debate, un libro original entre la crónica periodística, el libro de viajes y el ensayo político, que analiza con detalle las barbaridades cometidas sobre el patrimonio español desde el final de la dictadura de Franco hasta la actualidad. Rubio, que es dramaturgo y periodista, nos habla de especulación, feísmo urbanístico y obras ilegales, y se pregunta ¿por qué la Constitución de 1978 no incluye la palabra «paisaje»?, o ¿por qué en 1967 había catalogados más de mil pueblos bonitos en España y ahora no quedan ni cien?, o ¿quién o quiénes han arruinado de manera irreparable el imaginario colectivo?
Sí, tengo nostalgia de aquel pueblo, de aquellos pueblos, que no conocí, que veo en fotos y que desaparecieron en pocas décadas, en pocos años. De mil a cien, ya digo. Me pasa con mi pueblo y me pasa casi siempre que viajo por España. Plazas de ciudades que podrían ser preciosas y se estropean con un edificio funcional de los 80, calles de pueblos blancos entre chalets horteras de clase media, líneas de costa perdidas bajo bloques de apartamentos infinitos con toldos roídos, naranjas y verdes, y máquinas colgantes de aire acondicionado, glorietas, polígonos y polideportivos, lugares irreales en los que no sabes dónde estás porque podrían ser cualquier sitio, que rompen la escala, la forma y el fondo de un espacio que era nuestro y que nos robaron.
Dice Andrés Rubio que en España “el caos urbano es el mayor fracaso de la democracia” y no le falta razón. Señala que no tuvimos ni tenemos una política de Estado, que se dejó la responsabilidad en regiones y municipios, con su inclinación natural a la corrupción, para terminar en “un capitalismo mafioso o de amiguetes” que aplastó el bien común. Un lugar sin ley donde se construía sin pensar. Faltaron y faltan arquitectos, paisajistas, artistas, urbanistas, en fin, faltaron los profesionales de la ciudad; faltó un sentido crítico y reflexivo, de perspectiva, un debate; y faltó, y aún falta, un Plan Estratégico de Estado como sí tienen otros países de Europa.
En otros lugares de Europa, donde tanto nos miramos, en Francia, Italia, Austria o Alemania, paseas por pueblos en los que nadie ha tocado nada desde hace años, siglos, y se mantiene una belleza innata que se proyecta natural y se nota esa defensa de lo público y todo está mejor. Me da mucha vergüenza pensar que no hemos sido capaces, ni parece que seamos, de ver lo obvio. En Francia, aquí al lado, existe un Conservatorio del Litoral, que compra terrenos en la costa para preservarlos ecológicamente y hay un Cuerpo de Arquitectos y Urbanistas del Estado y un principio básico: “hacer coherente el respeto por el patrimonio y el planeamiento del territorio”. Aquí ná, pero ná de ná.
Pienso en nuestro litoral. Qué pena. En apenas 30 años nos cargamos toda la costa, la gallina de los huevos de oro, una catástrofe natural y paisajística sin precedentes, con construcciones por no decir moles tan modestas como feas (y sé que el concepto de belleza es subjetivo), segundas residencias, hoteles, apartamentos de vacaciones, tapándolo todo, tapándonos todo, sin opción, gracias a la gestión de políticos y promotores ignorantes y corruptos, y el silencio, la indiferencia y desconocimiento de los demás. Nadie dijo nada cuando lo echamos todo a perder.
Por suerte, hay excepciones. Aquí cerca las tenemos. Pongo sobre la mesa el modelo de Frigiliana o Vejer de la Frontera que supieron blindar sus centros urbanos y mantener esa esencia histórica, mora, judía, cristiana, esas casas encaladas, esa elegancia de memoria, y que ahora son atracción turística y una rareza. Rubio también señala otros ejemplos: Santiago, Barcelona, Albarracín… Yo diría Gerona, Toledo, Úbeda, Baeza…
Hay que parar un segundo y reflexionar, recuperar a los pensadores de las ciudades, establecer un plan arquitectónico y paisajístico modélico y sostenible. Frente a la incontinencia urbana, -algunos ya apuntan a que España está sobre construida-, la solución pasaría por rehabilitar, aprovechar lo que ya existe, reciclar digamos. Contra el caos urbano y paisajístico y la injusticia espacial, tenemos que hacer algo. Un plan. Quizás, pensemos un segundo, no sea necesaria seguir con esta ola febril de levantar barrios, urbanizaciones y ensanches a lo loco, y debamos empezar a replantar las cosas para no volver a cometer los mismos errores como en mi pueblo o levantar rascacielos frente a un puerto y una Alcazaba.