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CUENTO | La camarera vestida de morado penitencial

Por Salvador de los Reyes

Pongamos que se llama Natividad, aunque todo el mundo la llame Naty. Es de estatura media, algo rellenita, de rostro afable y cercano, siempre sonriendo con sus labios gruesos pintados de tono suave. Naty tiene los ojos grandes, castaños, perfilados ligeramente con lápiz, con el que se pinta también las cejas despobladas, algo por encima de su lugar original para darle esa altura ya estudiada a los párpados. Su frente, a pesar del centímetro robado por su coquetería, es alta y amplia hasta la raíz del pelo teñido en castaño, escardado diariamente con laca, y reforzado semanalmente en la peluquería del barrio. Naty no distingue para su aspecto el salir a comprar el pan del de ir a una boda. Su cara, su pelo y sus manos de uñas pintadas, siempre van impecables a la calle.

-Mamá, qué mujer mayor más guapa, pero ¿qué le pasa en la frente?

Naty se hace siempre la sorda, lo aprendió muy bien. Y la muda. La mamá reprende al niño pero mira de reojo esa especie de mancha amoratada justo en el centro de su frente. Una mancha violácea que no suele pasar inadvertida pero que Naty luce con cabeza alta y respirando hondo ante las miradas a veces descaradas, muchas veces de compasión.

– Qué mujer más guapa, pero…

Naty acaba de llegar a la cola y en ese momento se quita el pañolón de seda del cuello y se coloca con naturalidad el escapulario trinitario. También se desprende el cinturón ancho forrado con la tela del vestido, dejando ver el cíngulo de color oro viejo del que gravitan, ya a su ser, los extremos florecidos en borlas. Naty se descalza como si nada y ofrece sus pies desnudos y cuidados al mármol helado de la calle en esa mañana de marzo.

-Mamá, este año ya no lo hagas, no quiero verte ni descalza ni con el hábito. Vas a coger una pulmonía.

Ella callaba como siempre en las vísperas de uno de los días más importantes y bellos del año: el de la gratitud.

La cola avanza muy despacio y ella con la mirada al frente, su bolso grande en el brazo, rosario en la mano, comienza a desgranar misterios, aunque las avemarías se confunden con sus cavilaciones.

-Niña, no le sigas la mirada a ese desconocido.

Naty ahora en su pensamiento tendrá unos 60 años menos. Es una adolescente de la mano de su madre devota y caminan muy despacio en medio de la muchedumbre. Es aún temprano, pero los fieles son muy madrugadores este primer viernes de marzo. Un chaval algo mayor que ella ha pasado varias veces en contracorriente. La mira fijamente y continúa caminando hasta que al rato vuelve a pasar. Le sonríe descarado, ella vuelve la mirada, la madre le ha apretado de la mano. Van rezando para ellas. Naty le contesta los padrenuestros y las avemarías, y así van desgranando el rezo madre e hija. Pero el muchacho vuelve de nuevo y Naty, nerviosa, comienza un gloria a destiempo.

– Naty, no le mires.

Pero Naty espera en intervalos cada vez más cortos que el chico vuelva a aparecer a lo lejos. Y ya casi le sonríe. El frío, el ir en ayunas, siempre le ha provocado mareíllos y ansia. Este año es tal el nerviosismo que apenas piensa en el café con churros tras salir de la iglesia. La madre le aprieta aún más fuerte la mano porque Naty ha dejado ver sus dientes en la sonrisa y el muchacho casi le ha rozado el hombro al pasar. La que le espera cuando llegue a casa. Su madre la va a tener castigada hasta el domingo.

-Hay que ver cómo conocí a la beatona ésta. Cuéntalo, no seas una amargada.

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Naty se lleva el cenicero lleno de colillas a la cocina. Su niño en pijama la mira desde el pasillo. Ella le indica con la mano que vuelva a la cama.

-Pues este año, no pisa la iglesia. Estoy contando los días para ver la cara que se le queda cuando llegue el día y haya cambio de planes.

Naty, la muda, la sorda, friega con parsimonia el cenicero y lo vuelve a llevar al salón.

-Oye tu mujer me está mirando las cartas.

Ella, la ciega, vuelve a salir. Su marido ha obviado el pellizco que le ha dado uno de los jugadores a su mujer.

-Imbécil.

Amanece el primero de marzo. Ella se afana en terminar pronto la comida de vigilia. Luce un vestido morado de los que llamaba de muchacha “de camuflaje” al estar cubierto de florecillas malvas, disimulando el color nazareno.

-Te recuerdo que no vas a ir.

Él no se contenta solo con cogerla fuerte del brazo. Le pega un empujón, arranca el cucharón del guiso y la golpea con fuerza en la frente.

– No vas a ir. Y más con esa cara.

Natividad, Naty, la mujer esbelta y bella desde siempre, la hija adorada y adorada madre, la sorda, la muda, la ciega, ha dejado a su hijo en el colegio. Y sintiendo ese imán camina sin mirar atrás.

-Señor, hoy me ha costado más trabajo que nunca venir a ti, pero aquí me tienes. Lucho en mi interior con todas mis fuerzas por no olvidar lo que nos quieres, lo que nos cuidas. Pero hay veces que no puedo más. Solo ver tu cara en mi mente me hace fuerte. Ya no tengo ni tus fotos. Ni el cuadro tuyo tan bonito que tenía mi madre siempre alumbrado. Ni mi escapulario. Ni rosario. Nada… Si supiera él cómo cuento las avemarías hasta me cortaría los dedos. Pero no dejo de creer en ti cada día al ver a mi niño. No tengo a nadie más en el mundo. Jesús mío, protégele. Ten piedad, Señor. Te quiero. Te quiero. Te quiero.

Las camareras del Cristo, al verla temblando de frío mientras reza, cuchichean. Y comentan que hay que ver esta muchacha, la pobre, en que estará metida. Que si un brazo vendado antes de Navidad, que si la cara siempre llena de arañazos, que si un ojo amoratado hace poco…

-Siempre trae algo. Pero, mirad qué cara de felicidad.

-Ay, pero si creo que la conozco.

Antonia, la camarera mayor, la sigue hasta cogerla del brazo. Naty gime de dolor.

-Yo era amiga de tu madre, ¿no te acuerdas de mí?

La casa de Naty lleva años vacía. Su marido, aquel muchacho tan alegre que conoció en la tómbola benéfica que montaban en la plaza, aquel que le compró, ella agradecida tras el mostrador, tantos boletos, y que se transfiguró en verdugo tras el sí quiero, se había ido lejos con el niño. No le perdonó aquel encuentro con el Señor. Naty espera cada día mientras cose túnicas, intentado relajar los dedos crispados por la rabia; repasa encajes, tras hincarse las gafas de cerca en su nariz; plancha enaguas humedecidas en lágrimas; pero después abrillanta potencias del Señor con dulzura imaginando en el fulgor que desprenden a su hijo; confecciona escapularios con orgullo, borda manteles de altar con inmenso amor al Amor de los amores. Las camareras la han hecho suya y la cuidan y protegen como madres y hermanas. Se desvelan en mimos. La ven tan débil pero a la vez fuerte, tan enamorada del Señor, que se quedan absortas mientras cose y cualquier historia que traen de la calle queda silenciada al contemplarla ensimismada. Cosiendo y rezando. Las camareras en su diversidad social tiran de contactos de la hermandad, de familiares, consiguen teléfonos, se relacionan con altos cargos para que encuentren al niño.

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-Como me busques, le mato.

Ella, con la nota en la mano y el corazón atravesado de cuchillos, solo mira al Señor.

Las camareras no paran. Entre rezos y novenas, hacen llamadas, mandan fotos del niño a otras camareras, a otras cofradías, a otras ciudades. Y crean una meticulosa red de contactos prácticamente de película.

-Como me denuncies, le mato.

Pero ellas, todas las que se van sumando, multiplicando, son imparables. Ellas son las que cuidan de las imágenes como si de hijos se trataran y darían su propia vida por sus sagrados titulares. Las que arriesgan, luchan ante juntas de gobierno intransigentes cuando no les hacen caso. Las incansables que aunque muchas veces, demasiadas, sean ignoradas, consiguen mediante rifas y búsqueda de donaciones el enriquecimiento del ajuar procesional de sus cofradías, los bordados más exquisitos, la orfebrería más excelsa. Las que se arremangan y friegan los suelos de las capillas, muchas veces de rodillas. Las que cosen, planchan, ordenan y clasifican túnicas y más túnicas y todo el ajuar litúrgico de la hermandad. Las que organizan cenas benéficas y ponen en compromiso a todo el mundo para que vayan y dejen sus donativos. Ellas son las que muchas veces cuidan de los ancianos del barrio aunque no sean de la cofradía y a los niños de las mamás que trabajan. Son ellas las que recogen alimentos, las que entregan canastillas a los bebés de los más desprotegidos. Ellas son hasta buscadoras de empleo cuando se enteran de una necesidad nueva. Pues estas mujeres del Señor, que no son solo fruto de la idealización y fantasía del que escribe, son las que existen en nuestras cofradías desde siempre. Y ellas, las valientes, las echadas para adelante, no paran hasta conseguir lo que quieren. Y dan con el marido de Natividad. ¡Claro que dan con él! Está sin trabajo. Sigue amenazante. Pero solo quiere dinero. Las camareras de esta historia han movido cielo y tierra para el rescate, como haría cualquier grupo de mujeres en este universo cofrade donde el único fin es Dios y el amor.

-Aquí tienes a tu niño, Natividad.

Naty llega en este presente por fin a la iglesia. Reza al Señor. Deposita las tres monedas: por mi hijo y su familia, por mis camareras, por el alma en pena de él, que el Señor le perdone.

Sonríe a sus hermanas y les indica que va a calzarse. Y al salir de la sacristía…

-Disculpe, señora, usted no se acordará de mí. Desde que la encontré rezando con su madre, haciendo cola para depositar sus tres monedas, casi una niña y busqué su sonrisa inocente, siempre he deseado decirle hola. Disculpe mi atrevimiento. La vi muchas veces pasear con su marido, con su niño. Entrar en el bar donde he trabajado siempre. Usted nunca me miró. Después sola con el muchacho, ya se ha ido haciendo hombre, la he visto muchas veces ante el Señor. Nunca me atreví, por respeto, a decirle nada. No pretendo asustarla. Pero me he dicho: de no hoy no pasa saludarla. Soy ya tan mayor…

-Hola.

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