Por F. J. Cristófol
Ha aparecido en los últimos tiempos un tipo de cofrade maravilloso: el cofrade profe de Latín. En alguna ocasión hablaba con un artista cofrade malagueño sobre la importancia de que la gente entienda lo que está viendo (o lo que está leyendo, me dije yo).
“Max, no te pongas estupendo”, que diría Valle. Anda, mira, he citado a Valle-Inclán y justo quiero describir un personaje esperpéntico. No hay espejo que refleje al cofrade que se ha latinizado, no hay suficientes formas para mostrarlo.
Eso, que nos ponemos estupendos para hacer ver que los cofrades vivimos en una realidad paralela. Somos capaces de meter en el mismo saco el latín eclesiástico, que se supone que es el que queremos mostrar, y el latín romano. Y, chico, a mí me parece que queda ridículo.
Queda ridículo porque hace no mucho estuve en misa y rezaron el Paternoster en latín y casi todos los feligreses estaban papando moscas.
Con el latín en las cofradías, he de reconocer, me pasa lo mismo que con esas abigarradas orlas de cultos junto con las que deberían repartir una lupa. Padre, yo también he pecado. Esos años en los que queríamos convertir las convocatorias en facsímiles de legajos castellanos. No, mira, no.
Legajos castellanos, que no de Castellanos. Porque a Jesús Castellanos le costaba encontrarle el sentido a esa actividad cofrade que sólo se resumía en contemplar tronos y arreglos, sólo basada en la estética sin llegar nunca al fondo del asunto.
Y eso pasa también en el lenguaje. Palabras vacías que pretenciosamente se traducen de manera torpe a un latín para el que no hace falta diccionario. Es la absoluta banalización. Mi profesor de Latín de bachillerato se reiría de esta moda.
Decía un buen hombre aquello de “de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso”. ¡Qué nos gusta jugar sobre la línea!