Voy a recoger mi capirote. Este año es diferente, distinto, especial. Porque no sólo vuelvo a por él, sino que volvemos a la calle. En 2020 no me dio tiempo a hacérmelo porque soy de los que lo dejan para última hora. En mi cabeza siempre pienso que el primer día de Cuaresma debo tenerlo ya, pero mi cuerpo, perezoso, prefiere ir dejándolo, como si de alguna forma así se alargaran los días para llegar Pero no, ya va tocando. Otros años, el Viernes de Dolores por la mañana había visita familiar a Malasaña, pero eso es tentar a la suerte.
Este año voy a recoger mi capirote, pero no sólo mi capirote. Me he debatido entre lo bueno y lo bonito. Entre mi preferencia personal y la tradición. Este año junto con el capirote llevo una campanilla y un cingulito en la bolsa. El año que viene serán dos campanitas. O dos bastones. El señor rancio que llevo dentro me dice: “Para qué vestirla de nazareno, si no comprenden de qué va esto. Es como disfrazarlas”. Las fotos de mi infancia dicen: “Mírate al lado de tu padre, de tus hermanos, vestido antes de salir el Martes Santo”. Lo uno llevó a lo otro.
El capirote de cartón, sí de cartón, es lo que me ancla a la túnica y el antifaz. Es ese reducto, ese símbolo, lo que me ayuda a saber qué es lo que hay que hacer en la procesión. Pero, claro, la campanilla, idealizada en aquella que seguramente yo llevara hace más de treinta años, me muestran qué es lo importante. Esta Cuaresma nos ha enseñado lo necesario que es cuidar a los que vienen para que luego se queden. Y, claro, si los que estamos no somos los primeros, mal nos irá.
Coda: A las nuevas generaciones sólo hay que pedirles que cada año maduren un poco más que el anterior. Que entienda qué es salir en una procesión. Hacer torrijas en air fryer no es incompatible con seguir las tradiciones.
FJ CRISTÓFOL