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El Señor del Sacromonte ahuyenta la lluvia para reinar en toda Granada

El Miércoles Santo amaneció con una duda clavada en la piel: ¿lloverá o no? La jornada en blanco del martes sembró la incertidumbre y las nubes que persistían sobre la ciudad infundían temor entre quienes desearan disfrutar del primer gran día de la Semana Santa granadina. Pero bajó él y cualquier inquietud se esfumó en una levantá. El Señor del Sacromonte y su madre bajaron hasta el centro de la ciudad para ahuyentar la lluvia y, como acostumbra a hacer entre sus cuevas, reinar en toda Granada. Asomó imponente por el portón de la iglesia del Sagrado Corazón, cuando todavía quedaba algún titubeo, y siguieron su camino las otras cuatro cofradías del día. Al final, sí que cayó una fina llovizna, apenas un rocío irreverente, suficiente para que el Nazareno y la Paciencia atajaran para volver a casa. Qué importaba ya, debieron de pensar incluso quienes llevaban los pasos al cielo. El Cristo del Consuelo se coronaba a los pies de la Alhambra y en la retina de los devotos ya solo habitaba el recuerdo de una tarde majestuosa.

Así ha sido el Miércoles Santo en Granada

Fueron Los Gitanos quienes empezaron todo en este Miércoles Santo, con la entusiasta algarabía que les envuelve en cada chicotá por las calles de Granada. Los monaguillos adelantaron su llegada, con cestas cargadas de estampitas que volaron en los primeros metros. “¡Yo quiero! ¿Me das una de la Virgen?”, les suplicaban en primera fila. Los pequeños se detuvieron hasta ser reprendido, aunque hubo alguna joven que, con disimulo, entregó un par que guardaba bajo la manga. El cortejo estaba lleno de niños que, con un destello en los ojos, contemplaron al Cristo del Consuelo ponerse en pie sobre el asfalto, con un guiño del club de la tierra en forma de ramo de flores rojiblanco a un costado del paso. “¡Guapo!”, le gritaron, mientras a Candela, poco por delante, la emoción le tornaba irremediablemente en llanto. Más atrás, su Madre, en su tradicional palio cobrizo, se abría camino entre el fervor descontrolado.

En ese momento, un aplauso retumbaba en la iglesia Imperial de San Matías. La cofradía realizaría estación de penitencia y la alegría no se podía contener. Prestos todos para deleitar a los granadinos al bajar una escalinata compleja, se plantó el capataz frente al paso de Jesús de la Paciencia. “Esto va por Miguel”, impregnó de sentimiento el salto al cielo del Señor. Salió para recibir el cariño de los granadinos, seguido del tintineo del palio de la Virgen de las Penas, que buscó el desahogo entre sus fieles. Para entonces, Jesús de la Meditación y María Santísima de los Remedios encogían el corazón no solo de sus estudiantes. De rodillas y sobre ruedas, con un comedido ascenso a pulso, se reencontraron con la ciudad, abarrotada la Plaza de la Universidad.

Apareció la lluvia

Con especial cuidado y atención milimétrica, el paso que sostenía las Tres Caídas de Jesús oscilaba a un lado y a otro. El margen para cruzar al otro lado de la iglesia de Santo Domingo era tan escaso que habría quien se tapara los ojos, en previsión del restregón, pero la soltura en el balanceo solamente rozó las plumas del soldado con el marco. Suspiraron los cofrades, porque “Granada estaba muy necesitada de amor”. También de los rezos de Nuestra Señora del Rosario, elegante al son de Puccini al caer el crepúsculo. Una voz rompió el silencio frente al Convento de las Carmelitas Descalzas, por donde el Nazareno comenzaba a arrastrar su cruz. Emoción a flor de piel antes de que, a su estela, emergiera la Virgen de la Merced. No hubo quien se resistiera a acariciar su palio, en una petición de sus deseos más profundos.

El sol se fue definitivamente y hubo que acelerar el paso. Los nubarrones regresaban, dispuestos a recuperar su gobierno sobre la ciudad. Lograron amedrentar a todas las cofradías granadinas a su salida de la carrera oficial. A todas, salvo a una. Porque el embrujo de la Alhambra parecía proteger a Los Gitanos en su regreso a casa, ya coronados en la ciudad. Sonaron las saetas y las palmas, inevitable que se deslizaran también las lágrimas por las mejillas. La noche acababa de empezar y la fatigosa subida de la Cuesta del Chapiz, con la fortaleza roja al fondo, no hizo sino alimentar la emoción en torno al Señor del Consuelo y la Virgen del Sacromonte. 

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